El calor agobiaba y
colmaba los recursos mecánicos en Punta Alta, en donde para mejor, era una
época en la que los cortes de luz sorprendían a menudo.
No había posición que
se pudiera adoptar para paliar la incomodidad que provocaba la transpiración, y
la eficacia de los aparatos de ventilación era superada por las altas
temperaturas.
La clínica no escapaba
de estas circunstancias que se mantenían constantes durante todo el día y no
amainaban aún llegada la noche en que suspirábamos, los demiurgos, por un poco
de frescor para recuperar las fuerzas.
Uno de esos días, y en
plena jornada laboral, la ví pasar por el pasillo y me evocó a un tiempo
pasado, principios de S. XX. La
octogenaria anciana en cuestión había sido maestra en los albores de la
educación en el Partido de Coronel Rosales, y directora del primer
establecimiento secundario en los fines de su carrera docente.
Vale la pena recordar
que a principios de S.XX, haber egresado y completado el ciclo primario era
realmente un orgullo. Leer y escribir, sumar y multiplicar, conocer algo de
historia y geografía, sugería una educación respetada y admirada; ni qué hablar
de quien tenía el secundario completo. Eran los verdaderos campeones, y ser
bachiller, perito mercantil o haber cursado y egresado del magisterio, abrían
las puertas a cualquier ámbito laboral
pudiendo acceder a cargos y responsabilidades jerárquicas.
La educación
universitaria, solo para algunos pocos privilegiados, era la cúspide del saber
y orgullo de padres y familiares que solían esbozar el clásico “mi hijo el
Doctor...”.
La educación primaria
y secundaria en nuestra ciudad requirió de ingentes esfuerzos tanto para
educadores como para educandos. Si bien eran tiempos difíciles, el egreso de un
establecimiento educacional era casi sinónimo de un ingreso a la actividad
laboral, donde se era respetado y apreciado.
Pensándolo bien, y con
pena, veo que en este aspecto el futuro no repite el pasado y la fuerza del
ocaso en ello quizás haya tenido algo que ver en la presencia de esta dama en
nuestro edificio, la clínica.
Su andar lento,
cancino, tenía la innegable marca de quienes han recorrido un largo camino y
ahora no acusan apuro por llegar a ninguna parte, quizás porque ya han estado
en todas.
Su delgada conformación
física, ligeramente encorvada, era el retórico testimonio del esfuerzo puesto
en moldear” cientos de hijos postizos” que su vocación de docencia le había
confiado y que ella, diligentemente, había logrado “parir”.
En ellos había volcado
sus conocimientos, y aunque la vida no se le presentó fácil; merced a la
rigidez de los principios imperantes en la época; moldeó generaciones acorde a
esas exigencias, expatriando la autorrealización como mujer que importa el ser
madre.
El ralo y escaso bello
cefálico, era la nívea cabellera que coronaba su fosilizado cuerpo que no
superaba el 1,52 mts.; y , sin embargo,
no le daba tregua a la coquetería que se manifestaba en el mantenimiento de un
pulcro peinado, en unos gruesos labios siempre coloreados con un lápiz labial
de suave tonalidad y un poco de maquillaje sonrojando sus salientes pómulos;
era un rostro cuya riquísima expresividad era todo cuanto precisaba para darse
a entender, haciendo que su inmaculada dentadura postiza no tuviera que
mostrarse mas que para la dulce sonrisa que solía ejecutar.
Pero el tiempo pasa
inexorablemente para todos y no fue ella su excepción. El paulatino deterioro
físico y psíquico comenzó a hacerse cada vez mas presente dando espacio a la
aparición de “lagunas” y “cambios de conducta” que nada tenían que ver con su
historia.
El lenguaje
enriquecido por tantos años de ávida
lectura, observó un giro hacia lo chabacano y pueril. La fantasía, la inventiva
y el diálogo irracional, demostraban una vez mas el daño cognoscitivo; todos
estos, hechos que desconcertaban y sorprendían a familiares y allegados, y que
fueron el motivo que los determinó finalmente a ponerla bajo nuestra
asistencia.
Cierta noche de esas,
de verano; a las que hice ya referencia; las actividades habituales de la clínica
se estaban llevando a cabo con absoluta normalidad; solo que implicaba un doble
esfuerzo todo, por obra y efecto del agobio que provocaba el calor que no daba
tregua.
Los enfermeros
higienizaron y dieron las dietas y medicación correspondiente a los internados
y los mas ancianos fueron acompañados a sus respectivas habitaciones para ser
arropados. Por fin el silencio se adueñó de cada espacio y la paz inundó al
sanatorio que parecía haber entrado en trance. Un trance gratamente abrazado
por mi ser que se encontraba ya muy
fatigado por el trajín del día; el profundo deseo de descanso era todo cuanto
quería en ese momento.
Me quité la ropa y la
chaqueta y quedé tan solo ataviado con los slips, pero aún así el fastidio que
engendraban las térmicas no se lograba amortiguar. Las sábanas se pegaban
incordiosamente al cuerpo. En cierto momento me imaginé a mí mismo como un gato
enjaulado. Eché mano, entonces, al apoyo logístico de un turbo circulador,
viejo y ruidoso, que mitigara en algo el estado del ambiente.
Con el fastidio a flor
de piel y rondándome ya la impaciencia, comencé a ensayarle distintas
posiciones; pero el aire caliente...seguía siendo caliente; hasta que por fin
verifiqué que colocándolo en posición horizontal lograba dirigir el venteo
hacia el cielo raso haciendo que el aire por lo menos se moviera.
Pensé:-“felizmente
ahora podré descansar!”
Volví a acomodarme en
la cama en la que pronto Morfeo se apropió de mi semi conciencia; y digo así
porque el sueño del médico en general, y mas aún el de guardia, nunca llega a
ser profundo ya que una especie de vigilia, siempre atenta a las urgencias,
impide que así sea.
No puedo precisar
cuánto tiempo habría pasado hasta que me pude “dormir”; cuando sentí un extraño ruido que relacioné, sería
algo introduciéndose entre las paletas del circulador y que sin darle mayor trascendencia, imaginé
que sería la punta de una de mis sábanas que se había deslizado al dar tantas
vueltas. La mente me indicaba “qué hacer”, mientras que la fuerza de mis
párpados, que se desmoronaban irremediablemente, demoraba la respuesta.
Pronto se operó un
episodio que me sobresaltó y confundió. En medio de esa oscuridad “gotitas
cálidas” comenzaron a salpicarme, y la falta de respuestas lógicas ante el
hecho hizo que reaccionara de forma inmediata.
Me incorporé de un
salto y manoteé la pared con el afán de alcanzar el interruptor de la luz, que
parecía, había cambiado de lugar pues creí no hallarlo nunca; cuando por fin lo
logré, al activarlo, grande fue mi desconcierto, no daba crédito a lo que mis
pupilas registraban y mas bien quedó grabado en mi memoria como un acto de una
escena tragicómica de teatro.
Era la ex-docente
octogenaria, en bata y con las bragas por el piso, que sostenía en lo alto su
camisón para orinar cómodamente sobre mi turbo-circulador. Pero la sorpresa fue
compartida pues era obvio que para ella “su realidad” le indicaba estar
haciendo lo correcto, en el baño, como Dios manda; así que verme, de repente,
que estaba vejando su natural llamado fisiológico, la irritó hasta el punto de
empezar a proferirme innumerables insultos que parecía sacar de una galera
invisible.
En medio de este
absurdo, hizo su triunfal y muy oportuna aparición la enfermera de guardia, que
al igual que yo había quedado sorprendida, pero por partida doble ya que
yo estaba sumado a la confusa escena; no
obstante lo cual, reaccionó muy profesionalmente y sin emitir juicio ni opinión
se encargó de poner en condiciones a nuestra protagonista para luego guiarla a
su lecho debiendo escuchar durante el trayecto
la seguidilla de improperios que la dama aún me dedicaba.
Desembarazado ya de la
imprevista compañía y ya en la soledad del cuarto, recorrí con una sonrisa las
gotitas dejadas como estampa y por doquier como único botín; sin embargo no
habían sido solo las paredes y sábanas las salpicadas, , mi cuerpo se hallaba
igualmente tatuado.
Me higienicé bajo una
fría y muy agradable ducha que a esas alturas ya se imponía, recogí mi ropa;
que felizmente había esquivado el “riego”, me vestí y como gladiador derrotado,
abandoné el campo de batalla.
Renegando con
resignación por el cansancio que seguía encima mío, me dirigí a uno de los
consultorios y me derrumbé en la camilla en donde me puse a dormitar no sin
antes consagrarle un último pensamiento a la linda ancianita:-“Ay, Doña! Qué
noche que pasamos!!!”.
Demás está decir que
esa anécdota recorrió los pasillos, habitaciones y consultorios; no sin sufrir
mutaciones en el camino, pero siempre conservando el sentido del humor.
Esta simpática damita
observó en lo sucesivo un paulatino deterioro de su ya muy cansado cuerpo;
parecía que se iba apagando como una vela. Nos acompañó por el término de un
par de meses hasta que se sumió, sin darse cuenta, en un sueño eterno un día de
otoño y lluvia.
Marcela LEZANA BERNARDEZ Y MARCOS.SZYMCZAK
Marcela LEZANA BERNARDEZ Y MARCOS.SZYMCZAK
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