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Marcela Lezana Bernárdez
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jueves, 16 de diciembre de 2010

LAS BRAGAS POR EL PISO-CUENTO N°4


El calor agobiaba y colmaba los recursos mecánicos en Punta Alta, en donde para mejor, era una época en la que los cortes de luz sorprendían a menudo.
No había posición que se pudiera adoptar para paliar la incomodidad que provocaba la transpiración, y la eficacia de los aparatos de ventilación era superada por las altas temperaturas.
La clínica no escapaba de estas circunstancias que se mantenían constantes durante todo el día y no amainaban aún llegada la noche en que suspirábamos, los demiurgos,  por un poco  de frescor para recuperar las fuerzas.
Uno de esos días, y en plena jornada laboral, la ví pasar por el pasillo y me evocó a un tiempo pasado, principios de S. XX.    La octogenaria anciana en cuestión había sido maestra en los albores de la educación en el Partido de Coronel Rosales, y directora del primer establecimiento secundario en los fines de su carrera docente.
Vale la pena recordar que a principios de S.XX, haber egresado y completado el ciclo primario era realmente un orgullo. Leer y escribir, sumar y multiplicar, conocer algo de historia y geografía, sugería una educación respetada y admirada; ni qué hablar de quien tenía el secundario completo. Eran los verdaderos campeones, y ser bachiller, perito mercantil o haber cursado y egresado del magisterio, abrían las puertas  a cualquier ámbito laboral pudiendo acceder a cargos y responsabilidades jerárquicas.
La educación universitaria, solo para algunos pocos privilegiados, era la cúspide del saber y orgullo de padres y familiares que solían esbozar el clásico “mi hijo el Doctor...”.
La educación primaria y secundaria en nuestra ciudad requirió de ingentes esfuerzos tanto para educadores como para educandos. Si bien eran tiempos difíciles, el egreso de un establecimiento educacional era casi sinónimo de un ingreso a la actividad laboral, donde se era respetado y apreciado.
Pensándolo bien, y con pena, veo que en este aspecto el futuro no repite el pasado y la fuerza del ocaso en ello quizás haya tenido algo que ver en la presencia de esta dama en nuestro edificio, la clínica.
Su andar lento, cancino, tenía la innegable marca de quienes han recorrido un largo camino y ahora no acusan apuro por llegar a ninguna parte, quizás porque ya han estado en todas.
Su delgada conformación física, ligeramente encorvada, era el retórico testimonio del esfuerzo puesto en moldear” cientos de hijos postizos” que su vocación de docencia le había confiado y que ella, diligentemente, había logrado “parir”.
En ellos había volcado sus conocimientos, y aunque la vida no se le presentó fácil; merced a la rigidez de los principios imperantes en la época; moldeó generaciones acorde a esas exigencias, expatriando la autorrealización como mujer que importa el ser madre.
El ralo y escaso bello cefálico, era la nívea cabellera que coronaba su fosilizado cuerpo que no superaba  el 1,52 mts.; y , sin embargo, no le daba tregua a la coquetería que se manifestaba en el mantenimiento de un pulcro peinado, en unos gruesos labios siempre coloreados con un lápiz labial de suave tonalidad y un poco de maquillaje sonrojando sus salientes pómulos; era un rostro cuya riquísima expresividad era todo cuanto precisaba para darse a entender, haciendo que su inmaculada dentadura postiza no tuviera que mostrarse mas que para la dulce sonrisa que solía ejecutar.
Pero el tiempo pasa inexorablemente para todos y no fue ella su excepción. El paulatino deterioro físico y psíquico comenzó a hacerse cada vez mas presente dando espacio a la aparición de “lagunas” y “cambios de conducta” que nada tenían que ver con su historia.
El lenguaje enriquecido por tantos años de  ávida lectura, observó un giro hacia lo chabacano y pueril. La fantasía, la inventiva y el diálogo irracional, demostraban una vez mas el daño cognoscitivo; todos estos, hechos que desconcertaban y sorprendían a familiares y allegados, y que fueron el motivo que los determinó finalmente a ponerla bajo nuestra asistencia.
Cierta noche de esas, de verano; a las que hice ya referencia; las actividades habituales de la clínica se estaban llevando a cabo con absoluta normalidad; solo que implicaba un doble esfuerzo todo, por obra y efecto del agobio que provocaba el calor que no daba tregua.
Los enfermeros higienizaron y dieron las dietas y medicación correspondiente a los internados y los mas ancianos fueron acompañados a sus respectivas habitaciones para ser arropados. Por fin el silencio se adueñó de cada espacio y la paz inundó al sanatorio que parecía haber entrado en trance. Un trance gratamente abrazado por mi ser  que se encontraba ya muy fatigado por el trajín del día; el profundo deseo de descanso era todo cuanto quería en ese momento.
Me quité la ropa y la chaqueta y quedé tan solo ataviado con los slips, pero aún así el fastidio que engendraban las térmicas no se lograba amortiguar. Las sábanas se pegaban incordiosamente al cuerpo. En cierto momento me imaginé a mí mismo como un gato enjaulado. Eché mano, entonces, al apoyo logístico de un turbo circulador, viejo y ruidoso, que mitigara en algo el estado del ambiente.
Con el fastidio a flor de piel y rondándome ya la impaciencia, comencé a ensayarle distintas posiciones; pero el aire caliente...seguía siendo caliente; hasta que por fin verifiqué que colocándolo en posición horizontal lograba dirigir el venteo hacia el cielo raso haciendo que el aire por lo menos se moviera.
Pensé:-“felizmente ahora podré descansar!”
Volví a acomodarme en la cama en la que pronto Morfeo se apropió de mi semi conciencia; y digo así porque el sueño del médico en general, y mas aún el de guardia, nunca llega a ser profundo ya que una especie de vigilia, siempre atenta a las urgencias, impide que así sea.
No puedo precisar cuánto tiempo habría pasado hasta que me pude “dormir”; cuando  sentí un extraño ruido que relacioné, sería algo introduciéndose entre las paletas del circulador  y que sin darle mayor trascendencia, imaginé que sería la punta de una de mis sábanas que se había deslizado al dar tantas vueltas. La mente me indicaba “qué hacer”, mientras que la fuerza de mis párpados, que se desmoronaban irremediablemente, demoraba la respuesta.
Pronto se operó un episodio que me sobresaltó y confundió. En medio de esa oscuridad “gotitas cálidas” comenzaron a salpicarme, y la falta de respuestas lógicas ante el hecho hizo que reaccionara de forma inmediata.
Me incorporé de un salto y manoteé la pared con el afán de alcanzar el interruptor de la luz, que parecía, había cambiado de lugar pues creí no hallarlo nunca; cuando por fin lo logré, al activarlo, grande fue mi desconcierto, no daba crédito a lo que mis pupilas registraban y mas bien quedó grabado en mi memoria como un acto de una escena tragicómica de teatro.
Era la ex-docente octogenaria, en bata y con las bragas por el piso, que sostenía en lo alto su camisón para orinar cómodamente sobre mi turbo-circulador. Pero la sorpresa fue compartida pues era obvio que para ella “su realidad” le indicaba estar haciendo lo correcto, en el baño, como Dios manda; así que verme, de repente, que estaba vejando su natural llamado fisiológico, la irritó hasta el punto de empezar a proferirme innumerables insultos que parecía sacar de una galera invisible.
En medio de este absurdo, hizo su triunfal y muy oportuna aparición la enfermera de guardia, que al igual que yo había quedado sorprendida, pero por partida doble ya que yo  estaba sumado a la confusa escena; no obstante lo cual, reaccionó muy profesionalmente y sin emitir juicio ni opinión se encargó de poner en condiciones a nuestra protagonista para luego guiarla a su lecho debiendo escuchar  durante el trayecto la seguidilla de improperios que la dama aún me dedicaba.
Desembarazado ya de la imprevista compañía y ya en la soledad del cuarto, recorrí con una sonrisa las gotitas dejadas como estampa y por doquier como único botín; sin embargo no habían sido solo las paredes y sábanas las salpicadas, , mi cuerpo se hallaba igualmente tatuado.
Me higienicé bajo una fría y muy agradable ducha que a esas alturas ya se imponía, recogí mi ropa; que felizmente había esquivado el “riego”, me vestí y como gladiador derrotado, abandoné el campo de batalla.
Renegando con resignación por el cansancio que seguía encima mío, me dirigí a uno de los consultorios y me derrumbé en la camilla en donde me puse a dormitar no sin antes consagrarle un último pensamiento a la linda ancianita:-“Ay, Doña! Qué noche que pasamos!!!”.
Demás está decir que esa anécdota recorrió los pasillos, habitaciones y consultorios; no sin sufrir mutaciones en el camino, pero siempre conservando el sentido del humor.
Esta simpática damita observó en lo sucesivo un paulatino deterioro de su ya muy cansado cuerpo; parecía que se iba apagando como una vela. Nos acompañó por el término de un par de meses hasta que se sumió, sin darse cuenta, en un sueño eterno un día de otoño y lluvia.
Marcela LEZANA BERNARDEZ Y MARCOS.SZYMCZAK

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